Mi madre, como todas las madres,
tenía las manos casi santas,
y lucía, en la frente, un beso lindo,
el que le dábamos mi hermano y yo
cada mañana.
Mi madre, como todas las madres,
era hacendosa y pura como el agua
y buscaba, parra mí, y me regalaba
los tesoros, profundos, de su alma.
Y yo era niño y la quería,
y nada había más hermoso que su cara,
y no había ternura, más ternura,
que la de aquellos ojos sin palabras.
Mi madre era silencio,
era tan suave, tan callada,
era muy frágil, a veces casi como un beso
y yo era su hijo y ella me amaba.
Y reíamos juntos y bailábamos
y plantábamos rosas y decía:
" Tú vas a ser un poeta enamorado
eternamente de tu poesía".
Y se ponía triste y me abrazaba,
y yo era niño y no sabía
de esa tristeza, dulce, que le daba
cuando hablaba de crecer y de la vida.
Mi madre, como todas las madres, trabajaba,
y no tenía horario, por supuesto.
Trabajaba, simplemente, cocinaba,
lavaba, limpiaba, tejía, zurcía, remendaba y todo eso.
Y era de invierno tibio, me acuerdo, y de contarme
historias de dragones y de príncipes
y pasaban las horas y al tiempo de acostarme
esperaba me durmiera, primero, antes de irse.
Mi madre, como todas las madres,
nunca quiso que me fuera de su lado,
y discutía, duro, con mi padre
y mi padre reía y en ello fue mi aliado.
Mi madre, mi inolvidable madre,
me dejó como herencia sus razones,
estas que yo repito, cada tarde,
cuando hablo con mis hijos de cuestiones.
No mientas, no te engañes,
y ve con paso firme por la vida,
intenta ser honesto, que más vale
la paz de la conciencia que una herida.
Mi madre, como todas las madres,
sufrió y penó por mi futuro,
y yo hijo, como todos los hijos,
entendí ya muy tarde de ese asunto.
Hoy no está, se fue, se la llevaron,
pero me queda, vivo, su recuerdo,
mi madre, mi inolvidable madre,
es el tesoro más lindo que yo tengo.